martes, 11 de enero de 2011

Improbable biografía de María Elena Walsh

En el año 2009 escribí este artículo sobre María Elena Walsh para una serie de fascículos coleccionables de Clarín, que fue todo un desafío para mí, porque tuve que abordar una serie de biografías por fuera del rock, que es el área donde me especializo. Y creo que fue una experiencia buenísima, porque tuve que abocarme incluso a artistas que detesto, y poner a prueba mi profesionalismo. Dicen que lo te no te mata te hace más fuerte, pero no lo viví con angustia sino como un acertijo a resolver.

De todas esas notas, la de María Elena Walsh es una de las mejores (la de Palito Ortega también salió muy bien). La busqué por internet, pero no la hallé. La reproduzco aquí, que todavía somos pocos.






Hoy como ayer/ necesitamos olvido y el placer/ de ver a los artistas, esos ilusionistas/ que hacen el mundo desaparecer”. María Elena Walsh pertenece a esa raza de artistas que logran que el truco que ella cantaba en “El viejo varieté”, funcione. Porque ilusionistas, magos, prestidigitadores, hay muchos. Pero esas raras avis que logran que el mundo verdaderamente desaparezca mientras ellos enhebran su sortilegio, no tantos.  Seguramente, quien no conoce con un poco de profundidad la obra de María Elena Walsh, no solo se está perdiendo una artista genial, sino que está malinterpretando su sentido. Para el desprevenido transeúnte, María Elena es “esa señora que compone canciones para chiquitos”, y vive feliz en el desconocimiento de sus canciones para grandes, de las cuales, “El viejo varieté” es solo una, aunque quizás la que mejor la defina a ella misma. Quizás podamos llamarla “artista de varieté” y que no se ofenda, aunque todos sepamos que María Elena Walsh es mucho más que eso.
Aseguran los buenos magos que el truco es nunca contar lo que ocurre tras el cortinado que oculta el truco. Pero es menester tratar de mirar de cerca los múltiples pases de magia que María Elena Walsh ha dado en torno a la canción, no para develar el truco, sino para revelar su arte; esa inmensa pradera donde la música baila una ronda con las palabras, que a su vez se marean en el tíovivo de la literatura, que felizmente extraviada después se confunde con el teatro, que inmediatamente tiene una crisis de personalidad y desconoce si es music-hall, varieté o vaudeville. Es en esa multiplicidad de juegos donde María Elena aparece con su mágica batuta, cambiando las cosas de lugar y modificando el orden de nuestros pensamientos. Para divertirse, seguro, pero también para divertirnos; un buen artista tiene algo de entretenedor, y el arte de María Elena ha sido de lo más divertido.
En un punto, la hipótesis de dividir el repertorio musical de María Elena Walsh entre canciones infantiles y composiciones para adultos, es una falacia de mano única. Porque lo que aparentemente está dedicado al público menudo, suele ocultar una interpretación que solo la puede hacer un grande, y que dice mucho más de lo que el oyente se atrevería a pensar, justamente, porque se supone que es una canción de niños. Es lógico pensar que canciones de su repertorio, como “Barco quieto” con su aroma a bolero, “Como la cigarra” o “Serenata para la tierra de uno”, no pueden ser entendidas (al menos en su totalidad) por los infantes, pero es absolutamente posible ver nuestro propio reflejo en una variada gama de los personajes que habitan las canciones infantiles de María Elena Walsh. Esas que la convirtieron en la mejor amiga de los padres.
La “Canción del jardinero” es un tema dedicado a los chicos en su primer verso, cuando habla de las “hojas que cantan/ cuando atraviesa el jardín/el viento en monopatín”; pero en el segundo, cuando la autora sueña “con el olor de un país florecido para mí”, María Elena apela a una metáfora para comunicarnos un estado de ánimo ciudadano. Al final, cuando reconoce que “yo no soy un gran señor/ pero en mi cielo de tierra/ cuido el tesoro mejor/ con mucho, mucho, mucho amor”, está comunicando un deseo más elevado que el de dedicarse a la horticultura (sin menospreciar esta noble artesanía). Unos pocos años más tarde y en San Francisco, la “Canción del jardinero” bien podría haber sido un himno hippie o un éxito de Simon & Garfunkel.
Es que de alguna manera, María Elena Walsh se anticipó a los tiempos, pero camuflada con versos infantiles, pasó desapercibida para el público mayor, que por otro lado no toleró en su momento al duo folklórico que la Walsh conformara con Leda Valladares, una experiencia que ambas encararon en el París de los años ’50 con singular éxito, pero que cuando quisieron reproducirla aquí… ¡púmbate! El ceño fruncido de los señores de buen pensar no dejó escapar el hecho de que Leda y María eran mujeres, y el folklore debía ser tocado por gauchos de frondoso bigote. Y si bien María Elena era partidaría del absurdo nunca compró el boleto del ridículo, por lo que no solo no se dejó el bigote sino que fue considerando aquello que fructificó de manera natural en París: la poesía infantil. Que pronto serían canciones antológicas.
Mucho se ha analizado el contexto en que florece la lírica de María Elena Walsh, vinculándola a su propia biografía, con su padre británico y ferroviario, lo que la llevaba a la estación del nonsense inglés (alguna vez se dijo “aspirante a nieta de Lewis Carroll”) y de los limericks, versos disparatados y rimados en una estructura de quintilla, cuyo orígen se estima irlandés y que fueran popularizados por Edward Lear, que también acuñó el término. Esos limericks, rescatados de su encierro e invitados a jugar al patio de lo popular (al que en verdad siempre pertenecieron), son los que nutren las letras de las canciones de María Elena Walsh. Obviamente, no eran su único alimento: todas las antiguas canciones populares tradicionales, sobre todo las españolas, también salieron de su escondite a la hora de la composición. La “Canción de tomar el té” y “El reino del revés” conjugan un absurdo delicioso, y sobre todo en la segunda, un doble sentido notable; un “reino” en el que nadie “baila con los pies” y en el que “un ladrón es vigilante y otro es juez”, es una metáfora de esas que no solo pueden entender, aquellos que sintonizan una frecuencia especial. Como las que quince años después se le festejarían a  Charly García en su “Canción de Alicia en el país”, que hasta en su título parece inspirada por María Elena Walsh y Lewis Carroll, justamente, autor de “Alicia en el país de las maravillas”.
Quizás por sus viajes a Europa y otro poquitito por esa antena prodigiosa que tienen todos los grandes artistas, María Elena captó un nuevo tiempo por venir y sus canciones sintonizaron una poesía psicodélica, aún antes de que esta fuera formalmente creada. Los discos que la hicieron popular, como “Canciones para mí” y “Canciones para mirar”, datan de 1963, cuando Los Beatles recién arrancaban en Inglaterra y aquí no se tenía mayor novedad que la del Club del Clan (curiosidad: Palito Ortega es co-compositor de la “Canción del jacarandá”). La psicodelia aparece en el mundo recién en 1966, y al año siguiente, John Lennon compondrá su monumental “I am the walrus”, también inspirado por Lewis Carroll. También en ese tiempo comenzaban a soplar los vientos, fenómeno meteorológico muy presente en las letras de María Elena, de una nueva forma de percibir a la mujer en el mundo que se conocería como feminismo. El hecho, ciertamente, no le fue ajeno.
Así como la tradición británica suena fuerte en lo letrístico, en la música de María Elena Walsh retumba lo folklórico, mezclado con otras corrientes musicales. “Manuelita, la tortuga”, quizás uno de los personajes más populares y queridos del imaginario artístico argentino, tiene sus raíces en Pehuajó y, al igual que la autora, un día se marchó a París. Lo folklórico aquí se da porque, por sus características, Manuelita no puede ser otra cosa que argentina, no solo por su orígen bonaerense sino por esa cosa de ir a buscar la ilusión de afuera y volver con lo mismo de siempre, al afecto local representado por ese tortugo que la espera. Musicalmente, “La vaca estudiosa”, “Chacarera de los gatos” y la “Baguala de Juan Poquito”, tienen sus credenciales más que en órden en torno a lo folklórico. Pero no por telúrica, María Elena renuncia a la imaginación y a esa desmesura que la hace irresistible. Eso es lo que ha convertido sus canciones en clásicos universales, ya no solo de los niños, sino también de cualquier público que tenga en alta estima al ingenio y los juegos de palabras.
 La producción musical de María Elena Walsh cambia rotundamente en el año 1968, cuando edita el primer volúmen de “Juguemos en el mundo”, donde las canciones adultas relevan a las infantiles, sin por ello perder el sabor que hizo único a ese repertorio. Pero ahora “el mundo” no desaparece sino que se hace, a veces, dolorosamente presente. La Walsh le canta como nadie al desarraigo con la “Serenata para la tierra de uno”, donde plantea con claridad meridiana la disyuntiva de irse o quedarse: “Porque me duele si me quedo/ pero me muero si me voy”. En el mismo disco, tal vez para divertirse un rato nomás, despanzurra a los ejecutivos, esa nueva clase social de la que se comenzaba a hablar en la Argentina de Onganía.
En el país altamente politizado de 1973, María Elena parece acompañar cierto estado de ánimo combativo sin caer en lo burdo o lo demagógico en “Canción de caminantes”, cuyo verso “Dame la mano y vamos ya”, es incorporado por una juventud militante como si fuera la órden de largada hacia una utopía. Pero en ese mismo álbum también conviven la mirada nostálgica de “El viejo varieté” y la brillante elección de “Carta de un león a otro”, de Chico Novarro (que en los ’80 rescatará Juan Carlos Baglietto), donde advierte que “el mal no se redime sin cariño”. Sin embargo, el tema que titula al álbum de ese ‘73, “Como la cigarra”, tal vez su canción más popular de las supuestamente adultas, eclipsa a las demás en estatura mítica; cantado por diversas generaciones de distintos estratos sociales, es la canción que cierra el círculo que abre la “Canción de caminantes”: la guerra ha terminado (aunque en el mundo continuara, lamentablemente) y se canta para festejar la supervivencia frente a todos los pronósticos en contra. Es una canción de victoria, pero no un canto militar; es “Manuelita”, con mucha más experiencia y casi tan sabia como la vaca de la Quebrada de Humahuaca, que ha comprendido bien temprano que en la guerra, lo único que se puede hacer es sobrevivir. Y seguir cantando.

                                                                                              SERGIO MARCHI

5 comentarios: