jueves, 23 de diciembre de 2010

Beto Satragni

En el rock sucede algo que es bueno; en cuanto uno se incorpora al ambiente de una u otra manera, ya hay una suerte de entendimiento tácito que a uno lo suma a una cofradía. El rock o, mejor dicho, los músicos de rock, son para mí como una familia ampliada: si le va bien a alguno, yo me alegro; si tiene problemas, me preocupo. Y si uno se muere, me entristezco. Eso me pasó anoche y me pasa ahora mismo con Beto Satragni, que falleció ayer domingo.
 

La primera vez que tuve noción de su existencia fue con Raíces, grupo al que ví en doblete con Serú Girán en Obras, en el Festival Crico (un chocolate o golosina). Después lo ví muchísimas veces más como bajista de Spinetta Jade. Y lo debo haber visto tocando con David Lebón, con Oscar Moro, y con Dios y María Santísima porque Beto Satragni era así: un bajista muy bueno al que todo el mundo quería.
 

Esto de la familia ampliada ha hecho que nos saludemos con Beto montones de veces, pero que rara vez hablemos. No se dio, por alguna de esas razones. Es más, no estoy seguro de haberlo saludado muchas veces, pero lo presumo por como eran nuestros caminos.
 

A Beto Satragni lo disfruté como oyente y espectador. Anoche mismo, al enterarme que partió hacia la gira eterna (y que ya debe estar ensayando con Moro y Pappo, que como siempre necesitaba un bajista para un power trío), me puse a escuchar mis dos instrumentales favoritos de Spinetta Jade: “Amenabar” y “Digital Ayatollah”. Se le sentía la uruguayez en la tocada, vó’. Esa cualidad rítmica, que en un contexto de jazz-rock, se le hacía un funky latino charrúa.
 

La última vez que lo ví quedé como encantado. Había ido a La Trastienda a ver al grupo de Losavio-Herrera-Gil Solá, y salí a fumarme un puchito. Me puse a charlar con alguien, después vino otro, y ya éramos varios conversando cuando apareció Beto. Si bien no nos conocíamos, salvo por esos saludos a la distancia, cuando llegó a mi lado me dio un abrazo y me dijo “¿Qué hacés, Sergito, tanto tiempo?”. Me sentí honrado que conociera mi nombre, aunque yo sepa que mi nombre es conocido. Pero es eso lo de la familia ampliada: quizás no hayamos sido presentados nunca, pero el uno y el otro sabemos que pertenecemos a esa familia y como tal nos relacionamos.
 

Hablamos un rato largo de Raíces, de una banda que supo tener con Botafogo llamada Tren Plateado, de My Space, de Facebook, por donde intercambiamos algunos mails. Hace diez dias recibí el último. Me confirmaba que estaba muy enfermo, pero yo no sabía bien de qué ni que poco más tarde iba a agarrar el bajo, su estuche y a partir a la gira eterna.
 

Me siento muy triste. Me hubiera gustado hablar un poco más con él, haber podido ayudar algo más en el último tramo. Fue un luchador, un laburante de la música, un tipo con un swing mágico en sus dedos, y si no el primero, uno de los más lúcidos inventores de esa fusión llamada candombe-rock.
 

Los tambores se baten en retirada. Beto Satragni seguirá marcando el pulso donde quiera que esté.

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